¿la publicidad
nos matará finalmente
con su espíritu invasivo y obligadamente modificador
del estado interno de las personas? ¿O nuestra milenaria capacidad de
resignarnos y siempre estar al borde -del frasco y del abismo- nos hará
desarrollar anticuerpos que garanticen, ahí sí, la agonía eterna? Nada
más nombrar el inesperado (y flagelante) aumento del volumen cada vez
que llega la tanda equivale a decir que en millones de hogares la paz
se ha evaporado. El crispamiento nervioso que producen esos "cambios de
conducta" en los medios que nos transmiten algo que se lea, se vea o se
escuche, ese atentado permanente contra la manera de estar que, cuando
se puede, cada uno elige va eliminando los restos de sanidad mental de
cada uno de los componentes (pues ya suena falso hablar de individuos)
de esta sufrida modernidad, porque es inevitable saber hacia dónde se
disparará ese malhumor que aguantamos y escondemos toda vez que la sociedad,
ese monstruo enorme que manejamos todos, nos sorprende con una nueva invasión
a los sentidos.
¿Nos hubiera gustado tanto el Sargento Pepper
si la tapa hubiera sido concebida como
un conjunto de chivos publicitarios? Es decir, algo que funcione como
un muestrario de "links mentales", cada carita un gancho que nos lleve
a pensar en otra cosa, una distracción no siempre elegida que no tiene
conexión directa con el motivo fundamental del producto, en este caso,
la música. El rock argentino ha experimentado desde algún momento de los
'90 la inclusión de publicidad en algún envoltorio de cd. Quizá el primero
haya sido un disco de Melero. Luego hubo otros, claro. La cosa es que
la rentabilidad asegurada modificó el concepto artístico del arte de tapa,
toda una categoría de lo visual. Hoy todo parece pensado para la pauta
publicitaria, con discutible nivel, según vemos: la joven que atiende
el celular de la amiga y le quita el chico para salir; jesucristos que
van en auto; el enfermante cambio de cámaras en el fútbol que traslada
nuestro mirar ida y vuelta sin parar del plano lejano al plano "cortagambas",
buscando que se nos grabe a fuego en las retinas el sponsor que paga el
sueldo de esos abnegados obreros del deporte; nenas de meses que hablan
muchísimo y ayudan a que se vaya forjando la idea de que la cuenta de
teléfono sumará grandes cifras cuando sean adolescentes; el pregonar tácito
de "ganá vos, llegá primero, pisá a todos", en fin... ¿no están esos chicos
de la publicidad un poquito desquiciados? Si la idea no les cierra, vean
con una lupa el texto del diario que lee el pasajero en el aviso doble
página de un sitio.web (el del taxista asesino), y por otro lado, mediten
sobre si el atestado subte de Buenos Aires necesita publicidad. Esto además
del hecho de que los yuppies de las agencias, sólo por ganar su sueldito,
están ayudando a
la tarea diabólica de invadir cerebros
mediante múltiples e incesantes mensajes
que mucha, pero mucha, gente no desea conocer. Para tan noble propósito
cuentan con sus amigos, los locutores profesionales de fama, cuya presencia
cobra importancia si de copar cierto target se trata, pasando a ser ellos
la cara del producto. En sus propios programas quedan como unos locos
bárbaros, transgresores inigualados, "modeladores del medio" y demás calificativos:
después, en la tv o en el cine escuchamos sus vocecitas inconfundibles
en avisos recontracaretas. En fin, el bombardeo mediático mina nuestra
confianza, atenaza nuestra ingenuidad, debilita nuestro sistema de creencias.
Y además, ¿es que todo necesita ser publicitado? ¿La gente ya no tiene
convicciones, ideas, impulsos propios? ¿Todo lo que compra se lo metió
alguien en la cabeza? La película está aprobada, subsidiada, entonces
se filma, pero primero nos llega el making off, con una producción excelente
y los actores sonrientes, hablando maravillas uno de otro. Detrás del
héroe anónimo de la tira diaria, digamos un mecánico, vemos un ómnibus
con publicidad, un cartel bien grande, eh... no vaya a ser que la pauta
no se note. Se retuerce el formato, se fuerzan el mensaje, el guión, el
argumento, el cuadro. Ya no es el archirrecontravisto cartel luminoso
de la gaseosa o del electrodoméstico ocupando el lugar del astro rey,
por un breve lapso, en la imponente vista de la metrópoli; hoy es mucho
más directo, lesivo (eh, Keanu... ¿qué marca era el teléfono salvador
que te arroja Morpheus?). En general es bastante evidente la diferencia
entre la visión de una marca o un símbolo que normalmente deben estar
ahí a la vista y la exposición grotesca y forzada de un producto de manera
preponderante en la imagen, molesta, casi faltando el respeto. Por ejemplo:
si en un programa de Badía vemos a los Beatles bajando de un avión y a
la pasada se ve el logo de la compañía aérea durante algunos instantes,
la situación resulta comprensible; en cambio, algunos periódicos suelen
recurrir al trucaje de fotos para incluir sponsors después de hora en
el carrito absurdo que traslada los lesionados hacia el borde del campo:
sí, el fútbol,
siempre el fútbol,
fuente inagotable de "interferencias sensoriales".
Molesta y aburre la cantidad de carteles y anuncios que hay que leer mientras
se "intenta" ver un partido por TV. No sólo el carrito y el borde del
campo están abarrotados de pautas publicitarias: también hay que admirar
primeros planos casi siempre inútiles que detallan el pecho vendido, y
a esto se suma en la pantalla la flagelante entrada y salida de inserts,
que además abarcan el volumen de la transmisión, o los cartelitos permanentes
que indican qué canal estamos viendo, si es en vivo y el resultado, que
por más que sean algo transparentes siempre alguna jugada tapan. Estas
evidentes intromisiones en nuestro campo de atención se vuelven intolerables
si se compara una emisión actual con un video de un encuentro de hace
20 años: sólo dos cámaras -lo cual evita que un partido de fútbol se transmita
como un videoclip-, el campo en amplia perspectiva y repetición de jugadas
muy cada tanto. La preponderancia absoluta del hecho deportivo en tiempo
real. Pero el machaque sensorial no sólo es emitido por televisión, sino
que se desarrolla a través de diversos canales sociales: ya nadie nos
deja en paz, ya nadie nos concede la libertad de volar en lo abstracto,
en lo profundo de nuestro pensamiento, en situaciones cotidianas en las
que antes sí era posible. Constantemente nos vemos anclados por algún
dato, alguna información o algún lenguaje que nos devuelven violentamente
el 100% de la consciencia y el doloroso aquí y ahora. Ya no sirve a estos
fines el transporte público, que antes era por excelencia el espacio-tiempo
de reflexión o de descanso para el adolescente, o para el obrero eternamente
en lucha contra el trabajo pesado y el horario inhumano: movicones que
suenan disparando charlas molestas y casi siempre insostenibles y vendedores
ultraparlantes horadan la paz, el mecedor bullicio de marcha de los vehículos.
Y repletos de molestias llegamos entonces al nuevo siglo, cuya primera
nota destacada es el avance de la informática, el auge de internet y una
generalizada euforia de autopromoción. Porque hoy por hoy, aparte de tener
un oficio o un talento, urge tener visión comercial. Todos debemos saber
vendernos; entonces, se vino la fiebre de la página.web.
Todo el mundo tiene su página.web,
todo el mundo es diseñador de páginas.web, todo fin
benéfico, artístico, comercial, público o privado, o finalmente cualquier
pavada cuenta con la posibilidad de ofrecer su website ("lo conocí chateando,
que te quede bien claro, por internet"). Un medio infinitamente útil y
con aspectos técnicos completamente inherentes a la empinada ruta del
rock, sobre todo el rock en su formato actual, que debe ofrecer fotos,
sonido, texto y la posibilidad de contactarse. Aquí es donde llega la
decisión de armar una página: tipeamos las letras de las canciones, diseñamos
algo, organizamos una agenda... en fin, probamos el medio. Pero
un sitio en internet no es como la casa del vecino,
o el edificio enfrente de la oficina,
que desde dentro se sienten cómodos y se ven lindísimos, pero desde la
perspectiva externa dejan ver la membrana plateada que astilla los ojos
o una pared trasera desprolija y sin revocar: por el contrario, el sitio
web se presenta prolijo y vistoso, aunque sobre los colores, los sonidos,
el buen gusto y la efectividad se puede discutir un rato largo. En principio,
la pantalla no presenta grietas. Sin embargo, desde adentro se siente
la lucha por conseguir o mantener esa identidad, ese espíritu, esa dirección
que se intenta dar a lo que mostramos. De aquel lado en este instante
no se nota el esfuerzo por conseguir dinero para un encordado, para el
flete o, con suerte, para la nafta; ni tampoco el peso de los equipos
de sonido que hay que cargar cada vez que se puede dar un concierto; el
tiempo de ensayo; la dificultades para combinar horarios y los permisos
en el trabajo, cuando no se es un desocupado; la franela para conseguir
un boliche digno para tocar; los amigos, la familia, que no te bancan
y encuentran defectos en todo... un sinfín de circunstancias previas que,
muy al final del camino, si todo sale más o menos bien, dé como resultado
que alguien obtenga con gusto lo que desde el principio es lo más importante
de toda esta movida: un disco con canciones, un pedazo de música. Y que
ese disco se obtenga de una manera buscada, elegida.
Una pequeña porción de libertad,
un pequeño triunfo que alguien logra
por tomar una simple decisión de compra o por acercarse. De nada serviría
que esto suceda estimulado mediante una difusión radial enfermiza, que
derivaría seguramente en infinidad de disquerías atestando incontables
veredas con un repetitivo sonar. Y entonces sobrevienen el remise, con
la radio a volumen fuertísimo y el parlante directamente en nuestra nuca;
el conmutador que irradia locuciones triviales de una emisora que no conocemos
ni vamos nunca a sintonizar; el televisor del subte, que debería haber
sido un acondicionador de aire; en fin... Algo para nada íntimo, lisa
y llanamente una invasión de la capacidad sensible de las personas, no
sólo por lo molesto: también es difícil sobrellevar la tozudez, la repetición,
el siempre igual, la misma tonadita hasta hartarnos. Si una cosa bella
multiplicada hasta el cansancio termina por ser horrible, ¿qué queda para
lo que de por sí es horrible?
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